domingo, 19 de mayo de 2013

Saliendo para volver

Palo Pandolfo tiene nueva banda. Dicha banda tiene un nuevo disco. Todo un Palo y algo más.


Palo & La Hermandad - Esto es un abrazo (2013)

Bolso en mano y mate en boca: la terminal queda en algún punto del oeste del conurbano, que puede ser cualquiera. No importa dónde ni cómo: el costo del pasaje consiste en calzarse un par de auriculares; la caravana te pasa a buscar por donde estés. El recorrido tal vez no sea seguro, aunque sí es seguro que se trata de una empresa con experiencia: ya desde “A través de los sueños” (2001), la primera parada de su carrera solista, Palo Pandolfo se ha encargado de ofrecer tours gratuitos orquestados por el guía turístico de su caprichosa voz a través de un mapa latinoamericano bosquejado por algún cartógrafo con Parkinson. Esta excursión no será la excepción: pasaron cinco años, pero el tren musical ha inaugurado por fin su nueva estación: “Esto es un abrazo”.

Todo viaje tiene un punto de partida; no obstante, el kilometraje de “Esto es un abrazo” luce un número holgado desde el principio, ya que reanuda la travesía por rutas recientemente recorridas: es que tanto “Soy el sol” y “El leñador” -primer y segundo track, respectivamente- suenan como carga que quedó rezagada de la entrega anterior, “Ritual criollo” (2008). Sin embargo, ambas funcionan como un ilustrativo prólogo que cuenta lo sucedido en el capítulo anterior y, a su vez, son soberbios ejemplares de aquella cosecha. Ya en el tercer round, “Madre computadora”, la nave se desvía a través de un camino de tierra que parecía abandonado: “La cara pintada, máscara pegada a la piel del asno…”, se raya el cantor; como si el poeta maldito que con el cambio de milenio había sido desplazado por el bonachonismo-zen de su interminable sonrisa hubiera vuelto de sus vacaciones en algún suburbio del infierno. “Espacio pequeño, el nuevo milenio destila alegría, muerte, fantasía”, mientras se reconcilia con la guitarra eléctrica y le quita el polvo a la perillita “gain” del amplificador.

Palo y los enchufes: la reconciliación


“Más que humanos” y “Ra” obligan a reanudar el trayecto en avión, aunque sea para una breve visita a alguna paradisíaca playa del Caribe minutos antes de la tormenta perfecta. Pero a no preocuparse, ya que en un abrir y cerrar de ojos “El ángel del suburbio” nos encontrará bailando electrohuayno en alguna esquina devenida en puna de concreto. Es cierto: los cambios de ritmos pueden parecer bruscos, pero el nivel de intensidad es una constante a lo largo de todo el álbum, por lo que las largas distancias no producen jet lag entre parada y parada; sino cada vez mayor comodidad. La explicación es sencilla: si bien en este disco convergen cada una de las vertientes que atraviesan el universo de Palo como en ningún otro, todas desembocan en un mismo delta: La Hermandad, que antes que ser la banda que lo acompaña, es la banda de la cual forma parte. Allí radica el pegamento que une coherentemente todas las partes y hace de este trabajo un collage y no un pastiche. Tan simple de entender, pero tan difícil de descubrir como eso: lo que tienen en común el rockerísimo “Dame luz” (salpicado por la garganta de Palo abierta de par en par) y el hitquenoserá “La misma suerte” es que son de la misma familia.


En definitva, es esa la lectura que se puede hacer tras el new age criollo de “En sintonía”: en este disco, por fin -tal vez desde Espiritango (1994)-, Palo no está solo en esa militancia que tan a pecho se toma, como es la de hacer canciones. Ahora es otra rama de un tronco orgánico, relleno de savia musical, que sorprende con este soplo de frescura de trece canciones. Frescura que jamás es frío; porque, ante todo, esto es un abrazo.

("Esto es un abrazo" se presenta el jueves 20 de junio en Niceto Club. Más información aquí)

lunes, 6 de mayo de 2013

Azúcar moreno (Parte I)

Shuggie Otis sacará un nuevo disco este mes. ¿Quién? Shuggie Otis, ¿cómo que quién?




Un flashback inexistente: década del ochenta. Norteamérica. Estamos buscando un país, sí. Más precisamente uno que se encontraba  donde ahora se erige esta montaña de cocaína que luce una banderita clavada: “Aquí alguna vez estuvo Estados Unidos”. ¿Estará debajo todavía? Asomo el oído, ya que no se me ocurre asomar ninguna otra cosa; ni por asomo. Retumba “We are the world”. Con cinco segundos me basta: sí, siguen vivos; y sí, siguen creyéndose the world. Me sumerjo: debo encontrar el castillo del príncipe Prince. Lo hallo fácilmente, en algún lugar a la sombra – pero no tanto- del reino de Wonderland, donde yace el rey M.J. Toco la puerta mientras ruego que no me atienda en medio de la producción de fotos para la tapa de su próximo disco. Trato de recordar qué me trajo hasta aquí: en la última seca de la década anterior, Prince conquistó el mundo luego de embriagarlo con su cóctel a base de soul, funk y new wave. Claro que no habría sido novedad si el brebaje no hubiese incluido su inefable talento como ingrediente secreto y  su aflautada voz como envase. El problema es que… Prince, el conquistador, abre la puerta. Casi sin darme cuenta, mi pensamiento se reanuda en voz alta y comienza a reescribir lo que la historia escrita por vencedores quiso callar: “el problema es que ese mismo continente ya había sido descubierto diez años antes, my lord”. Prince, este conquistador, este Cristóbal Colón; también fue precedido por vikingos en su hazaña. Exagera la sorpresa (¿o sorprende por lo exagerado?).  Le entrego un paquete que reza “confidencial” en letras rojas, y por cómo me mira sé que sabe que ahí están las pruebas que lo condenan.  Lo abre: intenta hacer memoria, pero no, “Inspiration Information” no es el nombre de ninguno de sus discos. Contempla la foto que ilustra la tapa con la certeza de que en algún cajón de la casa de sus padres debe haber una foto suya de hace diez años en la que está vestido de la misma manera. Hasta que se da cuenta: es él, el predecesor, el que lo descubre desde el pasado, desde 1974; el tal Shuggie Otis, cuyo nombre se le internará cual sanguijuela en los oídos. Prince quiere saber más: qué, por qué, cómo, cuándo, cuántos millones. Y, una vez en la bandeja, lo primero que Shuggie le cuenta es:


 La biografía de Shuggie es, ante todo, consecuencia de lo que la precede: su padre era nada más y nada menos que Johnny Otis, a cuya dimensión no le hace justicia ninguna mención: además de haber sido uno de los encargados de cambiarle los pañales al recién nacido monstruito de los ’50, Otis padre fue uno de los cazatalentos de mejor ojo de la época, ostentando en su cartera de hallazgos a futuros pesos pesados como Etta James. Era presumible que antes de emitir su primera palabra, el pequeño Shuggie ya estaría tocando su primer instrumento. Y así fue, ya que doce años después de su nacimiento, el viejo Otis se encontró cama adentro con su último y máximo hito como descubridor: le pintó unos mostachos falsos, le calzó unas gafas y, a escondidas de la madre, se llevó a su todavía verde fruto para que se convirtiera en el guitarrista de su banda. Y el experimento salió bien, ya que el pequeño Shuggie no se apichonó: la rareza de su corta edad quedaba relegada al plano de lo anecdótico apenas se bajaban las luces y; con los mismos dedos que de día utilizaba para hacer la tarea, se ponía a gambetear cuerdas. Al poco tiempo, desde el teléfono de la familia Otis empezarían a llover las invitaciones para que Junior saliera a jugar, como a cualquier niño de su edad. La diferencia, en su caso, era que provenían de músicos que lo querían en su banda. No obstante, la primera incursión discográfica de Shuggie como cabeza de cartel llegaría recién (¿recién?) a sus 15 años, luego de aceptar la invitación de otro que sabía de qué se trataba eso de ser un niño prodigio: Al Kooper. Para 1968, Kooper sumaba un currículum que denotaba que ninguna silla lo dejaba cómodo: venía de formar parte de la banda de Bob Dylan (¡y había sobrevivido para contarlo!); había grabado con Stephen Stills y Mike Bloomfield; había formado –y ya se había alejado de- Blood, Sweat & Tears. Aun así, ese mocoso lo había cautivado lo suficiente como para ofrecerle una fugaz sociedad que en 1969 pariría “Kooper Session” (bueno, nadie mencionó que fuera a ser 50 y 50 la cosa), un correcto disco de blues y algo más que al día de hoy lleva estampada en la frente la marca del año en el que fue editado –con todo lo bueno y lo malo que ello conlleva-. 

"¡Pero si es un nene!"

De todos modos, allí Shuggie pelaba con oficio todo lo aprendido desde las inferiores y sorprendía por su capacidad camaleónica de pedirles prestados los dedos a todos los guitarristas del mundo. Es que, en primera instancia, Shuggie se mostraba capaz de convertirse en un bluesman de raza, de esos cuya producción se creía discontinuada para la época, que a su vez era un monstruo de Frankenstein que los sintetizaba a todos: así, en una misma frase, ponía a dialogar a Elmore James con Albert King como si se hubieran encontrado en una esquina inexistente. No obstante, desde ese mismo lugar de la cancha, también lograba establecer contacto con aquel otro negrito que ya estaba haciendo destrozos en Inglaterra, de apellido Hendricks o Hendrix (algo así). En términos comerciales, el álbum fue un grito de mudo; sin embargo, sus pocas copias debieron circular por las manos correctas, ya que ese mismo año Shuggie fue convocado para la selección: nada más y nada menos que Frank Zappa lo invitó a grabar. Despechadas y separadas las Mothers of Invention, el mostachón estaba en la búsqueda de sangre fresca para inyectarle a su nueva banda, todavía en formación: en este caso, a Shuggie lo esperarían las cuatro cuerdas. Una vez finalizadas las primeras sesiones, Zappa estaba tan satisfecho con la labor del todavía adolescente, que le ofreció el rol de bajista full time, el cual fue amablemente… ¡rechazado! No obstante, como si de un guiño de la historia se tratara, en las pocas horas que Shuggie compartió con Zappa, había llegado a grabar la línea de bajo de una de las mejores composiciones del siglo XX (nota de la redacción: no estamos preguntando): “Peaches en Regalia”. De todas formas, su norte ya estaba fijado: era hora de darle forma a su propia carrera solista...

domingo, 17 de marzo de 2013

Cosa e' negros

De por qué la negra es la etnia que debería dominar el mundo.

Ya es hora de dejar de mirar hacia otro lado haciéndose el estúpido: el darwinismo social tenía razón. Las capacidades humanas son inherentes a las condiciones genéticas y, sí, están segregadas étnicamente. Por eso, precisamente, es que esta corriente cayó en desuso: porque había llegado a una conclusión. Una conclusión que no pronosticaba ninguna de las hipótesis que habían utilizado como punto de partida. Tal vez fue en los ‘60, con Hendrix; o en los ’50, con Motown; pero hay versiones que indican que las disidencias habrían comenzado ya alrededor de la década del ’30. En definitiva, nadie debía saberlo, entonces sus mentores decidieron darle mecha al asunto para que arda hasta el olvido y dividieron sus caminos. Algunos se mudaron a las vecinas oficinas de ese otro esperpento denominado sociobiología; otros sencillamente decidieron recluirse en la erudición del silencio; dicen que hay uno que hasta fue electo jefe de gobierno de una lejana ciudad. Sin embargo, hubo una filtración: ninguno contaba con que ella supiera cuál había sido esa conclusión a la que habían arribado tiempo atrás. Sí, ella, con cuya presencia no contaban, era además una agente encubierta. Y fue ella, la música, la encargada de reproducir aquella conclusión hasta el hartazgo durante el siglo XX: no hay vuelta que darle, los negros son superiores.

Negros: el objeto de estudio de esta investigación carente de cualquier tipo de rigurosidad científica (?)

Entonces, ¿por qué? Si usted se considera producto de una sociedad occidental (para bien o para mal), y responde como tal (para bien o para mal); encontrará la respuesta en su propia discoteca. Es cuestión de pensar al espectro musical contemporáneo -y occidental, por supuesto- como si de una paleta cromática se tratara. ¿Qué es lo primero que se encontraría? Los colores primarios, claro. La música, a diferencia de los colores, es por defecto compuesta. Por lo tanto, para encontrar esos géneros “pimarios” -o auténticos- deberíamos pensar en aquellos que se definen por elementos técnicos (ritmos, cadencias, escalas) que, juntos, los hacen ser. Dos ejemplos son muy ilustrativos: el reggae –y la mayor parte de la música jamaiquina- no es tal sin síncopas: no es un juicio formulado desde la relatividad; sencillamente no es reggae, porque técnicamente no lo es. Lo mismo sucede con el blues, aunque en este caso es una cuestión armónica la que define la fórmula: sin la cadencia I-IV-I-V-IV-I distribuida sobre doce compases, el blues no existe, porque eso es el blues. ¿Hay variaciones? Por supuesto, pero la esencia es la misma. Evidentemente, estos géneros “primarios” no serán tres como en el caso de los colores, pero probablemente tampoco sean muchos más. Ahora –y acá viene lo sorprendente-, una vez hecho el racconto, se llegará a dos conclusiones: todos los géneros “primarios” de la música contemporánea occidental, según lo contempla la industria musical global, fueron creados en el continente americano; y, a su vez, dichos creadores fueron afrodescendientes. Voilá.

Si con ello no fuera suficiente, cuando el foco se pone sobre la cuestión técnica, el resto de los grupos étnicos queda en offside por diez metros: cualquiera que haya escuchado a un morocho ejecutar un instrumento musical con un mínimo de maestría, lo sabe. Y si ese instrumento es la voz… ufff. No es cuestión de práctica, no: pregúntenle a Clapton, sino, que con el doble de tiempo vivido aún necesita acompañamiento para tocar como Robert Johnson (o intentarlo). O a los murguistas porteños, que hacen del carnaval una de las fechas del año que más odio generan en el resto de la comunidad; mientras que del otro lado del charco, las llamadas montevideanas son una clase de percusión indescifrable hasta para el blanquito más ducho. Evidentemente, tampoco se trata de velocidad, ya que es un parámetro al que en más de una ocasión hemos visto recurrir a algún rubiecito blandengue, sin moverle un pelo ni a una monja. Sí, es eso: eso que no es aprendible ni aprehendible –lamentablemente para nos, los lechosos-. Mucho menos, cuantificable. Algunos le llaman “feeling”. Es una simpática palabra para intentar ilustrarlo, pero  también es una definición que busca poner la pelota en la cancha de los blancos, ya que ellos también tienen “feeling”. Éste es un orden superior. Y dado que el hueco téorico invita, acá, a ese “feeling” se lo condecorará con un nombre a su altura: burundanga. Por taquicárdica, por adictiva, por hipnótica y por ser tóxica en dosis mayores; al igual que su par químico.

 Niñito uruguayo demostrando que la burundanga no sabe de discriminación etaria


Tal vez, en algún futuro, se llegue a la conclusión de que es la burundanga, finalmente, aquello que genera rencor respecto a los negros en la casta albioccidental: se segrega a los atletas afrodescendientes ya que corren rápido como respuesta de su burundanga, y no debido a su porte atlético. Las turistas porteñas que se van en verano a Brasil a gritar mucho y buscar un bronceado en forma de archipiélago; miran de reojo a las morochas cuando bailan porque saben que lo hacen así sin haber tomado una sola clase: es todo efecto de su burundanga. En definitiva, la burundanga será públicamente reconocida como todo aquello que al blanco le duele no tener y que sabe que le está vedado por naturaleza. O tal vez eso jamás suceda, y la existencia de la burundanga siga siendo un secreto a medias voces. Quizá, finalmente, todo lo vertido hasta acá haya sido solamente una mala consecuencia de la relación entre este tema, esta versión y el botón “repeat”:



domingo, 8 de mayo de 2011

Patada de chancho

Porco, o la banda que quiso descubrir qué pasaba si se mezclaba hardcore con Robert Fripp y explotó.


 
Gabo Ferro está sentado con su guitarra en el living de su casa de Mataderos. Deja de tocar. Algo en su cabeza le hace... ruido. Nadie parece notarlo. Ni su Maestría en Historia ni sus numerosos títulos y premios se inmutan. Tampoco sospechan los cientos de jóvenes que lo tuvieron como profesor en la UBA ni los dos libros que editó recientemente. A los siete discos (entre solistas y co-protagónicos) que sacó a lo largo de los últimos siete años les pudo haber llegado un rumor, pero lo más probable es que ya lo hayan desmentido sistemáticamente. Ciertamente, el que jamás se enteró de nada es el premio Clarín que se adjudicó en 2006 como "Revelación Rock", sino ya hubiera hecho las valijas, indignado. Gabo se ceba un mate. El mate tampoco sospecha nada y se deja absorber. Cómo podría saber él que esa delicada voz que minutos antes ensayaba una canción que dice que "para traerte a casa, te he escrito un cuento...", hace unos años nomás, paría otras con nombres como "Ojalá la concha de tu madre se cierre". ¡Ingenuo, mate! Si supieras que esas manos que te sostienen también sostuvieron el micrófono de Porco, potencial ganadora al título de banda más deforme que tuvo este país durante la década de los noventa (y que las hubo, las hubo).

This is Porco

Definir la música que justifica la candidatura recién postulada es un desafío que, afortunadamente, le queda gigante a las palabras.  Pecar ensuciándola con etiquetas, siempre tan odiosas como necesarias, es una tarea harto dificultosa, pero... qué otra cosa pueden intentar las palabras. Se ha dicho que Porco fue una banda hardcore, limitación que hace quedar a otras del mismo rubro como el soundtrack ideal para una calesita. Esto no quiere decir que Porco sonara a una bola de ruido inaudible sobre la que un gordito que fuerza la cara de malo grita los resentimientos que acumuló durante su infancia porque no lo elegían para jugar al fútbol. Nada más alejado de la realidad: la música de Porco no es pesada, sino más bien agresiva. Gran parte de la culpa de que así sea la tiene Sergio Álvarez, el científico loco detrás de las seis cuerdas, quien ya en el primer tema del disco debut (1994), "Puto mandril" (sí, "Puto mandril"), avisa que ESA COSA de métricas inusuales y guitarras manejadas por una suerte de Robert Fripp epiléptico y gruñón jamás podría obtener un rótulo satisfactorio. Por si la incertidumbre no fuera suficiente, el segundo tema es un punk hecho y derecho en plan Flema llamado "Por tí, Evaristo". Para completar el triplete inicial de esta placa de ¡21 temas!, el ritmo del funk ¿progresivo? (etiquetas odiosas y necesarias) de "Manadas acabadas" (una vez más: sí, "Manadas acabadas") termina de no cerrar nada.

Sergio Álvarez y quien hoy es bajista de Gran Martell, Gustavo Jamardo

Pero quizá el factor desbordante para que Porco fuera lo que todo lo demás no, reside en Gabo, su entonces joven cantante y letrista (ambos roles de igual peso). Es sencillamente inverosímil que ese que hoy emociona a jóvenes sensibloides con su voz y se consagra como uno de los cantautores más brillantes de la escena porteña sea el mismo que en Porco chillaba como una nena histérica y se tiraba, abría de piernas y desnudaba sobre el escenario. No obstante, se puede encontrar un (débil) nexo entre el uno y el que vendría después en canciones como Soy mi lengua” o las geniales “Desnudos” y “Tácito” (éstas últimas pertenecientes al segundo disco de la banda). Pero tanto barullo no sería más que eso si no fuera por el otro gran aliciente que Gabo aportaba: sus letras. Es cierto: ya desde el nombre de algunas canciones se puede suponer que el contenido de las letras del primer disco es, a tono con el nombre de la banda, una chanchada. Y una chanchada nomás será para aquél que decida quedarse con la superficie escatológica, genital y pornográfica de las mismas. Pero más que por “desagradables”, las letras sorprenden por su capacidad de irritar, molestar, inquietar y hasta doler al oyente; hacen... ruido. Y es que, a modo de paralelismo con lo que sucedía en el escenario, Gabo se desnudaba y despojaba de cualquier convención social a la hora de escribir. En términos psicoanalíticos, las letras del primer Porco carecen por completo de “superyó” y le relegan al “ello” la autonomía sobre su voz, lo que da como resultado canciones-puñales urgentes capaces de atravesar al “buen gusto” más testarudo.

El Yin antes del Yang: Gabo Ferro en los años de Porco

En 1997, la banda grabó un segundo disco (“Naturaleza Muerta”) que luego el sello Ultrapop editaría sin que los músicos vieran un peso. Aquí también Gabo logra irritar, molestar e inquietar, pero sin escatologías mediante: esta vez, el cantante había volcado sobre Porco la vocación de poeta que cultivaba desde la adolescencia. Como testimonio de ello, ahí están temazos como “Una desgracia inmensa”, “Por mí” y los ya nombrados “Desnudos” y “Tácito”.  También, a modo de curiosidad, cabe destacar la presencia de un cover de "El rosario en el muro", himno de Don Cornelio y la Zona, con el mismísimo Palo Pandolfo de invitado. Sin embargo, como a todo bicho raro, a Porco no le podía quedar mucho tiempo de vida. Es así que un día de aquel año, durante un recital en el Bauen, Gabo sencillamente dejó de cantar; apoyó el micrófono sobre el escenario, como quien deposita flores sobre una tumba; y se alejó por la puerta… para no volver más. Quizá, aquel día, algo en su cabeza también le hizo ruido.

viernes, 6 de mayo de 2011

El sin nombre

Pez tiene nuevo disco y este espacio tiene un nuevo trabajo: desmenuzarlo.
 
Pez - Pez (2010)

Ariel Minimal parece tener problemas para llamar a las cosas. Y es que el último disco de estudio en la carrera de los incansables peces, es ya el segundo en su haber que carece de nombre que lo identifique, tal como sucedió con aquel recordado tercer álbum de 1998. No es para menos; más bien podría decirse que se torna justificable este existencialismo imperante a la hora de clasificar semejante obra: disco tras disco, Pez ha demostrado ser una banda difícil de atrapar por las redes de las etiquetas musicales.

La falta de nombre no es la única característica que este trabajo comparte con el disco anteriormente mencionado: la urgente impronta punk que habitaba sus canciones también se hace presente en gran parte de esta creación de poco más de media hora de duración. Sin embargo, en esta ocasión, el virtuoso conjunto se acerca más al power pop ATP del que ya hicieron gala en “El Porvenir”, disco que en 2009 disparó todo tipo de polémicas entre sus seguidores más férreos a causa, precisamente, de esta nueva vuelta de tuerca musical.


Por otro lado, el cantante irascible, que doce años atrás despotricaba contra todo en canciones como “Lo están tocando mal” o “El fútbol por lo menos les enciende el alma”, parece haber quedado atrás por completo: en esta placa, Minimal sorprende con las letras más optimistas, reflexivas y nostálgicas que haya registrado desde “Hoy” (2006). Ya desde “Latigazo”, primer tema (y uno de los puntos altos) del disco, media con su pasado: “Acepté todo lo absurdo de esta vida, la belleza en la balanza pudo más, y ahora elijo no ser más el dios que hostiga”. En “¡Vamos!”, el cantante y guitarrista ejercita la memoria en plan adultescente melancólico, recordando “flores secas de un viaje a Luján, escritores muertos y tu entrada de Pearl Jam”. Por su parte, el baterista Franco Salvador hace lo propio en el melómano “Cassette”, uno de los dos temas en los que presta la voz.


Otra característica que sobresale a lo largo de todo el disco es la casi nula aparición de la guitarra del ahora delgado y pelado líder. Mientras que en incursiones discográficas anteriores nos supo regalar memorables momentos, en éste prefiere relegarse a un segundo plano y dejarle el paso libre a los teclados de Leopoldo Limeres en los pasajes instrumentales. El quiebre se produce con la breve “Las escondidas”, en la cual guitarrista y tecladista, así como el resto de la banda, recuerdan por qué alguna vez fueron el referente a la hora de hablar de rock progresivo a nivel nacional, y por fin se despachan haciendo lo que mejor saben hacer: tocar. Le sigue “Estableciendo comunicación”, un tema (quizá el mejor acabado del disco) que tranquilamente podría formar parte de los lados B de “Hoy”, y que sirve de respiro ante la falta de paréntesis entre cada canción y el vertiginoso ritmo en el que éstas se desarrollan.


Si bien este segundo intento de ahondar en las aguas finamente gasificadas de la canción está, en general, más logrado que el anterior, a veces peca de ligero o hasta un poco mecánico. Quizá lo que pesa sobre la cabeza de esta obra es el enorme historial con el que debe lidiar, el cual incluye alguno de los momentos más épicos (e ignorados) que el rock nacional ha sabido dar en los últimos tiempos. Lo cierto es que, sea cual sea el camino que decida, este pez seguirá aleteando testarudamente, sin importar hacia donde intente llevarlo la corriente.