Screaming Trees, o la banda más loser de la época en la que ser loser se había convertido en una industria.
Sin ánimos de hacer un análisis sociocultural que irremediablemente derivaría en sanata que poco tiene que ver con la cuestión, los noventa no fueron un buen prólogo del posmoderno siglo XXI, musicalmente hablando. Esa industria discográfica que hoy sigue tratando (en vano) de sacarse de la galera un conejo que aunque sea le permita asomarse al nivel de ventas de otrora, mientras músicos y público le hacen pito catalán y toman otros caminos; durante aquella década fue una aceitadísima fábrica de leyendas, de grandes relatos. No es necesario un rastrillaje exhaustivo para darse cuenta: sólo por poner ejemplos, ahí están el brit pop (con Oasis a la cabeza) y los últimos coletazos del auge del heavy metal ochentoso, en cualquiera de sus versiones: pura (Metallica y su disco homónimo) o finamente gasificada (hola, Guns N' Roses). Sin embargo, el mercado encontró quizá su mejor alumno en el más ¿contestatario? de todos: el grunge, ese movimiento musical que hasta el día de hoy nadie sabe muy bien qué fue (¿fue?), pero que sonaba y gritaba como el hijo-resaca que habían tenido el rock alternativo, el punk y el hard rock luego de una alocada noche de trío de fines de los ochenta en Seattle. Con Pearl Jam y Nirvana como padrinos protagónicos de este nuevo matrimonio entre mercado y contracultura, genuinas microrrevoluciones en forma de canciones llenaron radios, televisores y estadios de todo el mundo. Era el crimen perfecto, vamos: mientras algún reventado le cantaba a su público lo horrible que era, en una oficina trasera el pez gordo de turno contaba dólares a montones. Pero no todos los referentes del movimiento pudieron meter sus cuatro minutos de fama en algún ranking; algunos, ni siquiera lograron el título de referente. Entre ellos, quizá el caso más injusto sea el de Screaming Trees.
Sin ánimos de hacer un análisis sociocultural que irremediablemente derivaría en sanata que poco tiene que ver con la cuestión, los noventa no fueron un buen prólogo del posmoderno siglo XXI, musicalmente hablando. Esa industria discográfica que hoy sigue tratando (en vano) de sacarse de la galera un conejo que aunque sea le permita asomarse al nivel de ventas de otrora, mientras músicos y público le hacen pito catalán y toman otros caminos; durante aquella década fue una aceitadísima fábrica de leyendas, de grandes relatos. No es necesario un rastrillaje exhaustivo para darse cuenta: sólo por poner ejemplos, ahí están el brit pop (con Oasis a la cabeza) y los últimos coletazos del auge del heavy metal ochentoso, en cualquiera de sus versiones: pura (Metallica y su disco homónimo) o finamente gasificada (hola, Guns N' Roses). Sin embargo, el mercado encontró quizá su mejor alumno en el más ¿contestatario? de todos: el grunge, ese movimiento musical que hasta el día de hoy nadie sabe muy bien qué fue (¿fue?), pero que sonaba y gritaba como el hijo-resaca que habían tenido el rock alternativo, el punk y el hard rock luego de una alocada noche de trío de fines de los ochenta en Seattle. Con Pearl Jam y Nirvana como padrinos protagónicos de este nuevo matrimonio entre mercado y contracultura, genuinas microrrevoluciones en forma de canciones llenaron radios, televisores y estadios de todo el mundo. Era el crimen perfecto, vamos: mientras algún reventado le cantaba a su público lo horrible que era, en una oficina trasera el pez gordo de turno contaba dólares a montones. Pero no todos los referentes del movimiento pudieron meter sus cuatro minutos de fama en algún ranking; algunos, ni siquiera lograron el título de referente. Entre ellos, quizá el caso más injusto sea el de Screaming Trees.
Screaming Trees, o la felicidad hecha banda |
La historia de Screaming Trees puede dividirse en dos partes: la primera, caracterizada por ser más bien caótica, y la segunda... caracterizada por ser más bien caótica, también. Sin embargo, tratemos de esbozarle un comienzo: a mediados de los ochenta, el aburrimiento encontró a Mark Lanegan y a Van y Gary Lee Conner, tres alumnos de la preparatoria de Ellensburg (ciudad cercana a Seattle), queriendo formar una banda. El problema: ninguno de los tres sabía muy bien qué instrumento tocar, y no precisamente por ser prodigiosos multi-instrumentistas. Entre idas y venidas, sucede algo que posteriormente se convertiría en un usual estigma en el seno de la todavía proto-banda: se separan. Pero no pasaría mucho tiempo para que Lanegan vuelva a contactar a los hermanos Conner, quienes ya estaban tocando con (el entonces cantante y posterior baterista) Mark Pickerel, para tomar la posta en el micrófono.
Así las cosas, en 1986 la banda edita su debut discográfico, "Clairvoyance", que significaría el comienzo de una prolífica etapa de lanzamientos, a razón de un disco por año. Los tres primeros intentos reflejaban una banda demasiado amateur, psicodélica y rabiosa por igual, que por momentos sonaba al garage rock de los sesenta ("You tell me all these things", "Transfiguration"), siempre impregnado con la lírica y la voz resacosa de Lanegan. Si bien muchos temas derivan en ser una masa salvaje de acordes, esto no significa ni mucho menos que este primer período no albergue grandes momentos y algún que otro temazo a los que la indiferencia de la prensa y la paupérrima producción no le hicieron justicia. Por poner ejemplos, canciones como "Standing on the edge" o "Seeing and believing" superan ampliamente el valor meramente documental que se le suele adjudicar a esta época.
Pero no sería hasta el cuarto disco, "Buzz Factory" (1989), que la sospecha de que allí se estaba gestando algo se confirmaría: es éste el nexo perfecto entre la primer etapa y lo que vendría después. Allí están las guitarras acogotadas de distorsión, pero no al servicio del caos, sino de las canciones; "Black sun morning", un himno que en un mundo más justo estaría en lo más alto del cancionero grunge; y un Lanegan desaforado que finalmente termina de explotar, escoltado por esa forma de cantar a la grunge que al poco tiempo haría escuela, sobre todo en el líder de una joven banda que por aquellos tiempos solía telonearlos llamada Nirvana. Cuando el grupo por fin parecía haberse construido una sólida identidad musical y todo aparentaba estar encarrilado, peleas internas y problemas de alcohol mediante... se vuelven a separar. Es decir que durante aquel decisivo 1990, mientras aquella banda que solía telonearlos explotaba comercialmente y el fenómeno grunge se daba a conocer al mundo, los integrantes de Screaming Trees estaban metidos de lleno en proyectos alternativos (a destacar el primer disco solista de Lanegan, "The Winding Sheet").
Mark Lanegan y su severa adicción al Pantene |
Pero esto no duraría demasiado, ya que a principios del año siguiente vuelven a la carga con "Uncle Anesthesia", disco que marcaría el inicio de lo que se puede llamar la segunda etapa de su carrera. Aún con ciertos resabios psicodélicos, he aquí el sonido consistente y característico de Screaming Trees, con el sello que hace inconfundibles a todas sus canciones a partir de esta parte: el vozarrón de Lanegan. Aquel gritante irascible de otrora había encontrado su vocación de cantor con el ya mencionado primer disco solista y sus cuerdas vocales talladas a fuerza de whisky, tabaco, desamores y desencuentros (entre otros “des”) le impostan una oscura sofisticación a los acordes de los hermanos Conner, como se puede escuchar desde "Beyond this horizon". Pero el disco tiene varios puntos altos: "Uncle Anesthesia", "Caught between", "Alice said", "Ocean of confusion" y la lista sigue.
1992 sería el año de oro para los de Ellensburg, quienes por aquel entonces habían incorporado un nuevo baterista (Barrett Martin). La razón: "Sweet Oblivion", el disco más "exitoso" de toda su carrera (300.000 copias vendidas). Ya desde el primer tema, "Shadow of the season" (¡la voz de Lanegan!), se puede conjeturar que se trata de una seguidilla de un temazo tras otro. La lista continúa con el cuasi-hit "Nearly lost you" (parte del soundtrack de la película "Singles") y "Dollar bill", un refinadísimo ¿lento? en el que Lanegan demuestra que también puede ponerse melancólico. Pero sería injusto hablar de "ablandamiento": ahí también están "The secret kind", "Julie paradise" y (que alguien explique por qué no sonó en todos lados) "Butterfly". Se trata más bien de un escalón más maduro, tanto a nivel compositivo como de producción, de la banda. Pero como lo bueno termina rápido, el grupo vuelve a tomarse un descanso, durante el cual Lanegan edita su segundo disco solista, "Whiskey for the Holy Ghost" (1994).
El disco de los huevos de oro |
Corría el año 1996 y el grunge como novedad ya había dado casi todo de sí, incluyendo la muerte de Kurt Cobain. De Screaming Trees poco se sabía, a pesar de que tiempo antes habían llegado a grabar un disco entero que jamás vio la luz. No obstante, cuando todo parecía dicho, "Dust" golpea las calles. Screaming Trees había vuelto, no sólo con un nuevo disco bajo el brazo; sino que, además, con una incorporación de lujo: el guitarrista Josh Homme, actual líder de Queens of the Stone Age, entonces recién salido de Kyuss. A pesar del letargo discográfico de cuatro años, "Dust" coincide con "Sweet Oblivion" en una cosa: es una verdadera ametralladora de soberbias canciones. Es, sin duda, el trabajo más acabado del grupo y en el que las ideas de todos los discos anteriores convergen y dialogan perfectamente entre sí. Imposible no citar la psicodelia aggiornada de "Halo of ashes" o "Gospel plow"; los (como siempre) moderados éxitos "All I know" y "Sworn and broken"; la voz de Lanegan dando la nota en la bellísima "Look at you". Pero la brillantez de las canciones no se supo trasladar a sus miembros: las tensiones internas y los problemas con el alcohol de Lanegan (especialmente) se agudizaban cada vez más, lo que truncó en más de una ocasión la presentación en vivo del nuevo material.
"Mandá 'rehabilitación urgente' al 2020" |
A lo largo de los años siguientes, Screaming Trees siguió presentándose en vivo entre ruptura y ruptura. Pero el grunge desaparecía vertiginosamente de las páginas de las revistas y de los canales de televisión. Lo mismo sucedía con las posibilidades de supervivencia de la banda. Entre 1998 y 1999, y contra todo pronóstico, vuelven a grabar un disco cuya edición nunca pudo ser debido a la negativa de todas las compañías discográficas. El nuevo siglo estaba a la vuelta de la esquina y significaba un terreno hostil para la ya añejada etiqueta "grunge". Finalmente, la banda anunció su disolución definitiva a mediados del 2000, mientras los noventa daban un último manotazo de ahogado y se guardaban para sí uno de sus secretos mejor guardados.
No hay comentarios :
Publicar un comentario